Lorenzo Meyer // yucatan.com.mx
Mañana se cumple medio siglo de la muerte del general y presidente Lázaro Cárdenas del Río. Los aniversarios son ocasión propicia para examinar el pasado en función de su huella en el presente.
Es evidente que sin la Revolución Mexicana un joven de clase media de Jiquilpan como Lázaro Cárdenas no hubiera alcanzado el generalato a los 25 años, luego la gubernatura de Michoacán, la Secretaría de Gobernación, la presidencia del PNR y, finalmente, a los 39 años, la presidencia de la República. Sin embargo, las circunstancias, por excepcionales que fueron, no bastan para explicar al personaje. En los años de 1930, el joven general michoacano era uno entre docenas de revolucionarios que habían hecho carreras político-militar meteóricas. Hasta ese momento Lázaro Cárdenas era una pieza más del círculo del “Jefe Máximo de la Revolución Mexicana”: el general Plutarco Elías Calles, expresidente y factótum de la política mexicana.
Lo que hace al personaje digno de ser recordado y honrado es que, tras alcanzar la cúspide formal del poder político, se arriesgó y optó por no comportarse como sus tres predecesores, meros subordinados de Calles, ni tan complaciente con los intereses creados como sus sucesores.
En 1935 Cárdenas tomó una decisión que requirió combinar valor e inteligencia: recuperar de golpe el poder que Calles la había arrebatado a la presidencia para, acto seguido, emplearlo a fondo para revivir el proyecto social de la Revolución Mexicana y, entre otras cosas, repartir 20 millones de hectáreas entre casi 772 mil campesinos sin tierra, es decir, llegar al corazón del “México profundo”. Para eso, Cárdenas echó mano lo mismo de terrenos nacionales que de grandes e incluso medianas propiedades privadas de mexicanos y extranjeros. El latifundio dejó de ser un cimiento de la vieja oligarquía.
La lucha por aumentar la participación del Estado en la renta petrolera empezó desde el origen mismo de la Revolución y se radicalizó cuando la Constitución de 1917 decretó la devolución de la propiedad de esa riqueza natural no renovable al Estado. Los gobiernos de Carranza, Obregón y Calles intentaron sin mucho éxito hacer realidad esa disposición. En contraste, fue en este campo, uno donde la esencia del nacionalismo revolucionario estaba en juego, donde el éxito del presidente fue rotundo y espectacular.
En el comienzo, el general Cárdenas contempló desatar el Nudo Gordiano petrolero negociando. Al descubrirse el campo de Poza Rica en terrenos propiedad del capital inglés, el presidente se mostró dispuesto a intentar una solución de compromiso: crear una empresa mixta, donde los ingleses aceptaran, por fin, que los yacimientos a explotar eran propiedad del gobierno mexicano y que esa sería la contraparte de la inversión inglesa. Sin embargo, el conflicto obrero patronal desatado por la negociación del primer contrato colectivo entre el recién formado sindicato petrolero (Stprm) y el conjunto de las empresas petroleras extranjeras hizo que la idea de una posible gran compañía anglo-mexicana se esfumara. Las posiciones se radicalizaron y el Ejecutivo mexicano optó por cortar ese Nudo Gordiano a la manera de Alejandro: de un tajo, expropiando y nacionalizando toda la industria.
Lázaro Cárdenas bien pudo optar por hacer de su presidencia una tan gris y subordinada a Calles como la de sus antecesores, pero hizo lo contrario: movilizó a sectores populares en favor del reparto de la tierra, del nacionalismo económico y de otras políticas progresistas que, al final, dieron sentido al gran movimiento de rebelión iniciado en 1910. Esa decisión, tan radical y arriesgada, tuvo éxito y dejó la huella imborrable que hoy celebramos.— Ciudad de México
Historiador y analista